El problema viene cuando se es incapaz de hacer autocrítica.
Entonces hay que encontrar una razón que justifique el status quo imperante, el malestar, lo que ya no es justificable.
Y con esa razón se busca además un chivo expiatorio en quien poner todo lo malo, en quien proyectar todo aquéllo propio que no gusta y que no se es capaz de aceptar.
Una vez encontrado el chivo espiatorio adecuado no hay más que arremeter contra él una y otra vez utilizando todos los subterfugios y razones posibles, incluso aquellos que no son correctos ni coherentes.
El no poder verse hacia adentro, el no poder asumir los propios errores nos convierte en personas emocionalmente ciegas y sordas a todo aquéllo que no sea nuestro objetivo: limpiar nuestras incoherencias y volver a una sintonía aunque sea ficticia.
El término “chivo expiatorio” viene de una antigua tradición judía en la que el sumo sacerdote imbuía al carnero sagrado de todo el pecado y el mal del pueblo. Luego lo lanzaban al desierto, para que allí muriera de hambre y sed o comido por algún predador. Con ello el pueblo quedaba libre de pecado y culpa y podía festejar.