– Señorita, no se puede pasar con coche, es zona peatonal. Y, de todas formas, tampoco podría pasar caminando porque el parque está cerrado -le dijo un joven policía uniformado.
-Soy Lore Etxeberria, la nueva detective en funciones -le enseñó su placa y sus credenciales por la ventanilla mientras le miraba con aplomo a los ojos-. Me están esperando dentro. ¿Me abre la barrera por favor?
-¡Oh! Perdone, detective. Sabía que se incorporaba usted mañana, vaya, es usted muy joven. En fin, que le abro -respondió el policía, azorado por su metedura de pata-. Tendrá que dejar el coche aquí. No permiten vehículos más allá del perímetro fijado.
-Perfecto, sin problema. Aparcaré aquí mismo. -Dirigió el coche al lado de la furgoneta de los de la Científica, cogió las llaves, sus credenciales y una linterna. Se puso el abrigo y salió a la noche. Hacía frío. Igual tendría que haberse puesto un jersey más grueso en vez de la chaqueta fina que había llevado durante el día.
La mujer entró en el parque y comenzó a caminar por la pista de cemento. Aunque tenía prisa por llegar, iba despacio. Para alguien que la hubiera visto, podría haber parecido una turista observando a su alrededor con aire distraído. Sin embargo, la Inspectora observaba con cuidado cada mínimo detalle del camino, del asfaltado, de los bancos, del césped y de la zona boscosa que llegaba hasta el río. Tenía una gran capacidad de observación y una memoria minuciosa que le habían ayudado a lograr el puesto siendo todavía relativamente joven. Era una comisaría pequeña en un pueblo en el que casi nunca pasaba nada, pero para ella era suficiente. Allí podría trabajar en su pasión, sin sufrir las presiones que había tenido en su otro destino.
También observaba el flujo de lo que ella llamaba las “sombras”. No eran más que los espíritus de quienes en otro tiempo estuvieron vivos, que se escondían a su paso, huyendo de la luz y el movimiento del equipo de la Policía que ocupaban esa noche el parque. Aunque sabía que no podían rozarla, se paró un momento para no “atropellar” a una que atravesaba la calzada justo delante como si no tuviera conciencia de que ella estaba allí. Tal vez no la tenía. Lore siempre los había visto a ellos. Sin embargo, las sombras no parecían verla a ella. Con los años, seguían produciéndole un cierto sentimiento de rechazo, pero se había acostumbrado, perdiendo prácticamente el miedo absoluto que sentía en su infancia. Aunque podía parecer que se movían de forma errática, ella sabía que había una razón en su manera de desplazarse: Trataban de alejarse de los “vivos” que trabajaban en el parque, usurpando su espacio en la noche.
Mónica Álvarez Álvarez
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